Llevaba tres años trabajando en
el centro de salud de Abla, un pequeño pueblo de la Sierra Nevada almeriense.
Mi trabajo de ATS me proporcionaba una posición inmejorable para conocer a
todos los vecinos. Por allí pasaban los bebes recién nacidos, los niños que se
caían en el colegio, los adultos que se cortaban podando los almendros, y sobre
todo, y con los que más aprendía, los jubilados que cada mañana se acercaban
como una de sus rutinas diarias. Cuando el trabajo se acumulaba se convertían en
un fastidio, pero si el día era tranquilo, algo habitual en ese lado de la
sierra, eran una bendición. Gracias a ellos, a sus chascarrillos, sus
cotilleos, sus envidias y temores conocí en esos tres años todas las relaciones
que unían y desunían a los vecinos. Con toda la información recibida podría
haber escrito y titulado un tratado sobre “La vida y costumbres de las gentes
de Abla”. Mi vida era agradable y sobre todo me sentía un vecino más entre
todos, nunca un forastero, como solían denominar a todo aquel que no había
nacido en el pueblo. Pero la felicidad y la tranquilidad no son eternas y hace
unos dos meses, las que reinaban en Abla se rompieron. De esa forma descubrí
que aún había secretos que no conocía.
Aquella mañana, la recuerdo
perfectamente, José, el pastor, llegó aterrorizado al centro de salud. Su
corazón latía a una velocidad que temimos le provocase un infarto. Le dimos un
calmante y conseguimos estabilizarlo. Lo que me contó mientras lo atendía fue
la chispa que lo hizo explotar todo. Juraba y perjuraba que aquella noche
mientras recogía su ganado en el Cortijo El Serbal, escuchó el ruido de un
motor entre los árboles, moviéndose de un lado a otro, sorprendiéndolo por
diferentes ángulos tras unos segundos de silencio. Decía que el leñador de la
Haza Mocha le vino a la memoria y fue tanto el terror que lo invadió que se
encerró en el establo con sus ovejas. La pequeña habitación donde estaba la
chimenea y su móvil quedaba a unos pasos pero era tanto el miedo que tenía que
no se atrevió a moverse del rincón. Sólo cuando sus ovejas comenzaron a balar
asustadas se atrevió a levantarse y allí, a escasos metros de donde se había
acurrucado temblando, vio a la Ceferina, la más vieja de sus ovejas, muerta en
el suelo. No le hizo falta preguntarse qué le había pasado, porque en el
cuello, justo donde él los esperaba, vio dos agujeros por los que le habían
chupado la sangre. Contaba que había escapado corriendo, mirando en todas las
direcciones, perseguido por aquel ruido entre los árboles. Corrió durante toda
la noche, equivocando los caminos que tantas veces había recorrido, presa del
pánico y temeroso de correr la misma suerte que la Ceferina. El Mañas y el
Escondió lo vieron bajar por el camino de la Jairola y viendo el estado en el
que se encontraba llamaron a la Guardia Civil que lo llevó al centro de salud.
A mí toda aquella historia me
parecía increíble y absurda pero para todos los vecinos fue el miedo que
entraba de nuevo en sus vidas. No tuve tiempo de dudar de la veracidad de la historia
de José porque antes que terminase de contarla, el alcalde, una pareja de la
Guardia Civil y todos los vecinos del pueblo se presentaron en la puerta.