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viernes, 11 de octubre de 2013

EL RELATO COMIENZA....


Llevaba tres años trabajando en el centro de salud de Abla, un pequeño pueblo de la Sierra Nevada almeriense. Mi trabajo de ATS me proporcionaba una posición inmejorable para conocer a todos los vecinos. Por allí pasaban los bebes recién nacidos, los niños que se caían en el colegio, los adultos que se cortaban podando los almendros, y sobre todo, y con los que más aprendía, los jubilados que cada mañana se acercaban como una de sus rutinas diarias. Cuando el trabajo se acumulaba se convertían en un fastidio, pero si el día era tranquilo, algo habitual en ese lado de la sierra, eran una bendición. Gracias a ellos, a sus chascarrillos, sus cotilleos, sus envidias y temores conocí en esos tres años todas las relaciones que unían y desunían a los vecinos. Con toda la información recibida podría haber escrito y titulado un tratado sobre “La vida y costumbres de las gentes de Abla”. Mi vida era agradable y sobre todo me sentía un vecino más entre todos, nunca un forastero, como solían denominar a todo aquel que no había nacido en el pueblo. Pero la felicidad y la tranquilidad no son eternas y hace unos dos meses, las que reinaban en Abla se rompieron. De esa forma descubrí que aún había secretos que no conocía.
Aquella mañana, la recuerdo perfectamente, José, el pastor, llegó aterrorizado al centro de salud. Su corazón latía a una velocidad que temimos le provocase un infarto. Le dimos un calmante y conseguimos estabilizarlo. Lo que me contó mientras lo atendía fue la chispa que lo hizo explotar todo. Juraba y perjuraba que aquella noche mientras recogía su ganado en el Cortijo El Serbal, escuchó el ruido de un motor entre los árboles, moviéndose de un lado a otro, sorprendiéndolo por diferentes ángulos tras unos segundos de silencio. Decía que el leñador de la Haza Mocha le vino a la memoria y fue tanto el terror que lo invadió que se encerró en el establo con sus ovejas. La pequeña habitación donde estaba la chimenea y su móvil quedaba a unos pasos pero era tanto el miedo que tenía que no se atrevió a moverse del rincón. Sólo cuando sus ovejas comenzaron a balar asustadas se atrevió a levantarse y allí, a escasos metros de donde se había acurrucado temblando, vio a la Ceferina, la más vieja de sus ovejas, muerta en el suelo. No le hizo falta preguntarse qué le había pasado, porque en el cuello, justo donde él los esperaba, vio dos agujeros por los que le habían chupado la sangre. Contaba que había escapado corriendo, mirando en todas las direcciones, perseguido por aquel ruido entre los árboles. Corrió durante toda la noche, equivocando los caminos que tantas veces había recorrido, presa del pánico y temeroso de correr la misma suerte que la Ceferina. El Mañas y el Escondió lo vieron bajar por el camino de la Jairola y viendo el estado en el que se encontraba llamaron a la Guardia Civil que lo llevó al centro de salud.
A mí toda aquella historia me parecía increíble y absurda pero para todos los vecinos fue el miedo que entraba de nuevo en sus vidas. No tuve tiempo de dudar de la veracidad de la historia de José porque antes que terminase de contarla, el alcalde, una pareja de la Guardia Civil y todos los vecinos del pueblo se presentaron en la puerta.